Podría decirse que llevo más de cuatro años preparando este viaje, porque ése es el tiempo que ha pasado desde que dejé Vancouver.
Con más incertidumbre que ilusión, con más dudas que determinación, en 2011 tomé la decisión de abandonar el país que tan bien me había acogido para intentar construir una vida en España. Dejé mi trabajo, me deshice de todo lo que no cupiera en mi única maleta y me fui.
Desde entonces he soñado con la posibilidad de volver y he imaginado mi regreso en cientos de situaciones posibles e imposibles.
Cuando me fui, un posible regreso dependía de lo que el futuro me deparara en España. Aterrizar en un país maltrecho, corrupto y empobrecido no planteaba un escenario de expectativas optimistas. Si mi país no tenía nada que ofrecerme, volvería a intentarlo en Canadá. Tocaba saltar al vacío, una vez más.
Nunca sabré qué habría sido de mi vida si hubiera apostado por quedarme en Canadá. Lo que sí sé, es lo que me habría perdido.
En los casi cinco años que han pasado desde entonces, he conseguido trabajar en lo que me gusta (y cobrar por ello), me he mudado dos veces, he visitado seis países nuevos y me he casado. También he tenido el privilegio de estar cerca de los míos, ver familias crecer y algunas, tristemente, menguar.
A cambio, me he perdido las vidas de los que se quedaron allí, he comprobado con resignación cómo mi inglés se iba embruteciendo y, sin darme cuenta, he ido deshaciendo los hilos invisibles que me mantenían conectada a mi ciudad favorita del meridiano 123 Oeste.
Me marché de Vancouver como quien dice “hasta luego”, sin detenerme en despedidas dolorosas, mirando de reojo lo que dejaba tras mis pasos y memorizando el camino de vuelta, por si acaso.
Desde la última noche que pasé en mi “apartamento con vistas” de West End hasta hoy, de una u otra forma, he estado preparando el regreso. Ha llegado el momento, vuelvo a Vancouver, pero, esta vez, el viaje será muy distinto al anterior.